EL DÍA ANTES


   Corocota se apartó del fuego y dejó allí a los jóvenes exaltados, danzantes en torno a un ritual de guerra con cuencos colmados de sangre incandescente de caballo pasando de mano en mano y abrasando los gaznates de aquellos pobres diablos. Para él, ésta no era su primera orgía. 

   Conocía todo lo que venía después de aquella noche. Había visto la batalla de cerca, batiéndose en los montes, los riscos y los prados... Bajo el sol de verano o la nieve del más frío de los inviernos. Allí fuera uno se sentía solo; no había Dios. Ni el mismo Candamo escuchó jamás a nadie en mitad de la lucha y probablemente era su manera de censurar aquellos enfrentamientos inútiles. Porque los hombres de armadura acabarían venciéndolos sin remedio: eran muchos, fabricaban maravillosas armas de matar y habían aprendido a moverse por la montaña.  

   Pese a su edad avanzada, su experiencia, fuerza y coraje, Corocota no pudo evitar el escalofrío aquella noche. Todas esas cavilaciones nublaron su visión y aquellos jóvenes guerreros cántabros se desdibujaron en torno a la hoguera para transformarse en espíritus errantes. Muchos de ellos jamás encontrarían el camino hacia el más allá porque ni siquiera tendrían tiempo de comprender su propia muerte. 

   El maestro de la guerra cerró los ojos por un instante, y en un intento de apartar de su pensamiento todas aquellas imágenes perturbadoras alzó la mirada hacia el cráneo de vaco que coronaba la montaña de paja. Decidió que el animal muerto sería su Dios esta vez. A él le encomendaría la vida de todos aquellos jóvenes que habría de liderar hacia el desastre. Él bendeciría su estrategia, su suerte y su gloria. Él también los esperaría en la caída, paciente anfitrión del otro lado, para guiarlos por el camino allá donde hubieran de ir...

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