LA ÚLTIMA CAZA

      El cuero de cabra era el más fino y flexible. A Ramón le habían encargado catorce pieles para la Navidad y aún le faltaban cuatro para completar el pedido. La noche de aquel 17 de diciembre montó una cuadrilla de cinco hombres y se echaron al monte al atardecer, atravesando la espesa niebla que alargaba su lengua por el valle. La humedad confundía incluso el olfato de los sabuesos, desorientados, que ladraban lo mismo a un pájaro que a un conejo; pero ni rastro de los carneros. 
   Los habían tenido cerca, aquella misma mañana, junto a la margen izquierda del risco, y decidió esperar. Se equivocó. Probablemente los animales ya habían descendido hacia el norte y ahora estaban perdidos en el bosque, inalcanzables incluso para los perros. Los cinco hombres aguardaban sin pronunciar palabra, pero a medida que avanzaban monte arriba miraban más hacia el cielo, preocupados por la luz escasa, y abajo, hacia el reloj que iba a marcar las cinco. Esperaban que Ramón tomara la decisión de volver a casa, y de pronto, un balido. El eco resonó atronador entre las lomas, rasgado por las ramas desnudas de los árboles y diluido por la niebla. Fue muy fuerte, debía ser un ejemplar robusto. A Ramón apenas le dio tiempo a esbozar una sonrisa y un segundo balido retumbó mucho más cerca. Esta vez fue estremecedor. Incluso los perros escondieron el rabo e hicieron piña junto a la expedición de los cinco hombres que apenas distinguían sus siluetas por la niebla que cegó del todo el camino y empapó sus rostros. Aún no era de noche, pero con aquella manta de humedad ya no había luz. El balido ya no fue balido, sino un rugido ronco impropio de cualquier animal conocido, los perros lo supieron desde el primer momento, y no les gustó. Esa bestia parecía estar por todas partes: la hojarasca removida y las ramas partidas alrededor, a tan solo unos pocos metros del grupo, confundían su presencia disuelta en los ecos de la niebla. Corría en círculo, rodeándolos, pero a una velocidad increíble. Ramón avisó a los hombres para formar un solo cuerpo, con las espaldas juntas y las escopetas mirando en todas direcciones. Los perros, entre sus piernas, hicieron tropezar a uno de ellos y de pronto la bestia se detuvo. La escena se congeló. El hombre en el suelo miró al frente y todos contuvieron la respiración. En ese instante casi se pudo sentir la propia niebla deslizándose sobre sus rostros y una honda respiración de la criatura al otro lado de la espesura pareció querer identificarlos. La luna era grandiosa esa noche y ya en lo alto devolvió algo de visibilidad al grupo. La suficiente como para contemplar esa sombra inmensa erigirse más de tres metros de altura y rugir como nunca jamás oyeron rugir a una bestia, con un ronquido que pareció escapar de las mismas entrañas de la tierra para reverberar los huesos, aturdir el cerebro y estremecer el corazón. Los perros escaparon despavoridos ante ese pronunciamiento salvaje que formó un cañón de aire que abrió el muro de humedad como una cortina. Entonces Ramón pudo ver al otro lado, un cuerpo cubierto de pelo por completo, sin apenas formas y un ojo negro, grande y penetrante. 
    A la mañana siguiente los cinco hombres contaron su historia. No habría caza en Navidad, al menos hasta que el oso se fuera de la zona. Nunca un ejemplar había descendido tanto, casi hasta alcanzar el pueblo. Pero Ramón sabía que aquel tamaño era imposible para un oso, que aquel ojo no era de ningún animal que hubiera visto antes. Recordó los cuentos que el abuelo le contaba cada nochebuena, frente a la lumbre. Leyendas de criaturas fantásticas, enraizadas en el alma del bosque, garantes del equilibrio natural; que afloran en ciertas épocas del año, en tiempos mágicos, como los de estas fiestas. Desde aquella noche, nunca más hubo caza en Navidad.
José Carlos Rojo

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