ADIÓS, LOST

UNA LECCIÓN DE AMOR...
Esperaba pequeñas respuestas. ¿De dónde salieron los osos polares? Y no las hubo, al menos pequeñas. El vacío llega al digerir todo lo que algún día fue la isla, y los ratos compartidos en torno a su fantasía. Todas esas horas acompañando aquellas vidas ahora terminadas, se acabaron antes de llegar a la isla. Curiosas revelaciones al final del camino; o de los caminos, porque cada interpretación tiene un poco de verdadero, un poco de legítimo, y la existencia de todas, precisamente, es lo que engrandece más aún los mejores libretos que nunca se escribieron para la pequeña pantalla. Demasiado pequeña, quizá, para mostrar lo magnífico del fin de la historia. La de todos aquellos que iban sentados en el vuelo de Oceanic, estampado contra el mar. Responsables, juntos, de que cada mundo ocupe su lugar: el de la luz, y el de las tinieblas. Ellos guardaban la puerta. Es difícil comprender el porqué de su penitencia, relegados a ocupar un lugar en ninguna parte, en el nexo que une los dos caminos que se ofrecen cruzar tras la muerte. Debajo, la maldad, la naturaleza destructora del fuego. En mitad, el tapón (http://www.youtube.com/watch?v=WwhtDXZc62s&feature=related), custodiado por la luz, la fuerza y energía de todas aquellas almas guardadas en el agua, fuente de vida. Las de todos ellos, que desaguaron y se liberaron una vez hecho el trabajo, una vez afloró el bien.
Poco a poco, uno a uno, alguien les ayudó a recordar el lugar del que provenían, y les invitó a olvidar ese vagar por una realidad que es aún menos real que la propia isla. Todos encontraron la salvación. Todos menos uno. Aquel que sólo supo emparejarse con el mal, hasta el último instante. El único que no tiene permiso todavía para entrar al funeral que despide la serie y legitima para cruzar las puertas hacia los destellos. Por eso es una lección de amor. Por lo simbólico de su planteamiento. Por la victoria frente a las continuas referencias a la naturaleza perversa del ser humano: ‘El señor de las moscas’ (William Golding); o aquella frase ‘Vivimos juntos, morimos solos’, refutada al final. Por eso ya no importa de dónde vienen los osos polares, porque los detalles son irrelevantes cuando la trascendencia copa el concepto y Michael Giacchino hace llorar al piano. Porque es el mazazo de bondad en forma de agua fresca de todas aquellas vidas que refrigera la incandescencia febril de un mal confinado para la eternidad en las entrañas del mundo. Que siempre haya quien custodie ese tapón; que siempre exista quien se gane el paso hacia el más allá haciéndolo. Y gracias a quien ocupó el centro de la mesa, que se sacrificó por todos para el perdón de los pecados, como adoctrina el catolicismo.

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